BUENOS AIRES (Redacción) – En su novela Hocus Pocus, escrita en 1990, Kurt Vonnegut menciona lo que, para él, es una de las debilidades más grandes de la condición humana: «Todos quieren iniciar una construcción y nadie quiere ocuparse luego del mantenimiento». La frase del autor estadounidense -esta semana se cumplieron 9 años de su muerte- resuena fuerte en el debate sobre la «innovación», el término de moda: cada vez más académicos afirman que el foco en ideas nuevas que hacen actualmente las empresas, los gobiernos y los medios es excesivo. En otras palabras, que la innovación está sobrevalorada, y que distrae recursos y atención sobre lo que importa: producir bienes y servicios de calidad (no necesariamente nuevos) y mantener en buen estado la infraestructura. Y lo que es peor: que este exceso en el uso de la terminología puede conducir a un ciclo de desencanto con la agenda de la innovación, en la medida que sus promesas no lleguen a materializarse, o tarden demasiado en hacerlo en una economía (local y global) de bajo crecimiento.
La semana pasada circuló un artículo provocativo, firmado en la plataforma Medium por dos investigadores del Instituto de Tecnología de Hoboken (la cuna de Frank Sinatra, en Nueva Jersey), Lee Vinsel y Andrew Russell, quienes llamaron a rescatar del olvido a las personas que se dedican a tareas de mantenimiento. «Las elites empresariales y políticas de Silicon Valley, Wall Street y Washington sobrevaloran radicalmente la innovación, cuando lo que realmente cuenta para el 99% de las personas es lo que sucede después de un proceso disruptivo», dicen los académicos.
Vinsel y Russell cuentan que el término «innovación» se puso de moda en Estados Unidos a fines de los 60, cuando la Guerra de Vietnam, la degradación ambiental, los asesinatos de Kennedy y de Luther King, y otras desilusiones sociales y tecnológicas llevaron a que se hiciera difícil conservar la fe de la posguerra en el progreso social y moral. «Fue entonces que se empezó a hablar de esta palabra más módica, «innovación», menos ambiciosa, moralmente neutra, con la cual la sociedad se sintió cómoda», explican. Luego de cuatro décadas, el concepto estalló: en el último trimestre de 2015 Amazon incluyó casi 300 nuevos libros con «innovación» en el título, y Clayton Christensen, autor de El dilema del innovador, una biblia de los procesos disruptivos, es hoy el orador de convenciones empresarias más caro del mundo, según The Economist.
¿Existe algo así como un «exceso de innovación»? Pablo Lezama, un creativo y planner que trabaja con distintas marcas en América latina, cree que sí, al menos en el marketing. Meses atrás, a Lezama lo contactó una firma centroamericana con un desafío curioso: curarse de una «sobredosis» de prácticas innovadoras en las cuales había incurrido un anterior gerente, que se prendió en todas las modas que recorren esta agenda, y llegó a desdibujar totalmente el foco de la marca. A Lezama le tocó comandar esta suerte de «Rehab» (terapia de rehabilitación) posinnovación.
«Innovar es hoy más que una tendencia, es trendy, y creo que ese es su principal problema -explica Lezama-, pero muchos clientes empiezan a ver la innovación como una forma de salir en los medios, de ser famosos, y así abundan los pedidos «cholulos». No bajo la idea genuina de resolver problemas a través del conocimiento, sino con la simple intención de convertirse en el Tinelli del marketing. Pero innovar por innovar tiene patas cortas.» Jorge Villegas, también planner y miembro de las agencias Metting Point y Go Global, remarca que «el de la innovación es un típico caso donde las marcas suelen suponer que «cuanto más, mejor», y eso no necesariamente es así».
En una columna escrita años atrás para el Harvard Business Review, el autor de best sellers de negocios Scott Berkun contó por qué, para él, la innovación está sobrevalorada. Un detalle que destacó: las personas y empresas genuinamente innovadoras rara vez usan esta palabra, y en cambio acuden a otras («problemas», «soluciones», «riesgo», «experimento», «prototipo»). Pero el punto central de Berkun es que idolatrar lo nuevo hace que se distraiga energía de fabricar buenos productos y servicios. Aunque Apple, Pixar o Google son celebradas en el imaginario público como empresas superinnovadoras, ninguna fue la primera en inventar lo que venden hoy: simplemente fueron las que mejor lo hicieron.
«La realidad es que hacer buenos productos y servicios ya es bastante difícil: requiere atención, cuidado por los detalles y un amor por lo que se hace que no es común de encontrar. La pregunta que se hacen los líderes empresarios de «¿cómo podemos ser más innovadores?» debería ser cambiada por «¿cómo podemos hacer cosas fantásticas?»», sostuvo.
En el ámbito académico hay indicios de que muchos de los «mantras» de la innovación ya fueron inflados en exceso. En el último año, el trabajo de Christensen fue destrozado por sus colegas (con una nota larga en el New Yorker incluida): se lo acusa de poco rigor científico y de sostener sus hipótesis con evidencia anecdótica. Un reciente informa del Banco Mundial mostró cómo varios de los «oasis de innovación», como Israel, son también un oasis de desigualdad y de problemas sociales de todo tipo. Y esta semana el sitio Vox publicó un trabajo de dos economistas, Rune Dahl Fitjar y Andrés Rodríguez-Pose, que ataca una deidad común en el emprendedorismo: la de la «serenditipicidad». Con herramientas econométricas, ambos académicos llegaron a la conclusión de que «el conocimiento no está en el aire», y que crear «espacios de innovación» sin un propósito definido genera resultados en menos de un 10% de los intentos.
Vinsel y Russell advierten un peligro latente: que la burbuja de moda explote en pocos meses, y que muchas de las herramientas nuevas de esta agenda, que son muy útiles y valiosas, carguen con la culpa por la falta de resultados a la altura de las promesas que se están formulando. La inquietud vale para la Argentina: casi no hay empresa grande u oficina estatal que no tenga un responsable de innovación, cuyo entregable suele ser un evento grande, jornada, hackathon o concurso para el segundo semestre del año. Si la tendencia de la economía continúa es probable que entre agosto y diciembre se dé un pico de «jipeo» de esta agenda, que coincidirá con una macro en la peor parte del proceso recesivo. Habrá empresarios y funcionarios hablando en foros sobre design thinking, lean startup y tecnologías exponenciales mientras el poder adquisitivo toca fondo y no se generan empleos. El contraste puede ser muy abrupto.
¿Qué se puede hacer al respecto? Los consultados para esta nota coinciden en recomendar bajar los decibeles y en ser muy realistas con las promesas hechas en nombre de la innovación. También se pueden tomar medidas para combatir el sesgo de hacer sólo foco en lo nuevo: el economista de Harvard Sendhil Mullainathan suele recomendar crear una «oficina de los detalles» (o un ministerio) que haga el seguimiento y el mantenimiento de los proyectos nuevos que luego se desatienden porque surge una iniciativa más nueva aún. Con gente capacitada, inteligente y motivada con buenos sueldos.
«Innovar para llenar de fotos un power point es pobre y torpe», agrega Lezama, «innovar es una actitud que no debería farandulizarse». Y cita una frase de Oscar Wilde: «La moda es lo único que pasa de moda; sería una lástima que «pase de moda» la idea de resolver problemas humanos con inteligencia, ingenio y tecnología».
Por Sebastián Campanario, para La Nación.