ARGENTINA (Redacción) – Uber día cero. El sistema creado en 2009 por los norteamericanos Garrett Camp y Travis Kalanick lleva su conflictiva expansión a la Argentina e inicia su convocatoria a choferes que pongan sus propios vehículos. En el primer día se inscriben más de 10 mil aspirantes. El sindicato de peones de taxis porteño pone el grito en el cielo y afirma que se trata de una competencia desleal, dado que las exigencias para utilizar Uber no son las mismas que para estar detrás del volante de un taxi. La asociación de propietarios de taxis se pliegan al reclamo por otros motivos aún más económicos, dado que no todos los propietarios se encuentran tras un volante. Las autoridades porteñas no saben bien qué hacer.
Uber día 1. Contra todos los pronósticos negativos, la empresa norteamericana inició sus operaciones a las 16 del martes 12 de abril. Una hora después, los taxistas porteños adoptan como medida de fuerza el corte de varios puntos neurálgicos de la ciudad de Buenos Aires. Fue la publicidad que necesitaba Uber: entre la ausencia de coches y la bronca de los usuarios, se saturó el servicio y costó conseguir vehículo.
Decidí probar por mis propios medios cómo funciona el sistema que tanto revuelo generó. Instalo una aplicación en un smartphone, completo tres datos –nombre, celular, dirección de correo electrónico– agrego una tarjeta de crédito y el sistema está listo para usarse. Escribo en la app la dirección de la redacción y el destino al que querá llegar. Primer dato notable: mientras espero a que se confirme el viaje, la aplicación me informa que el costo total estará entre los 59 y los 80 pesos, algo muy lejano de los 152 pesos promedio que aboné la última vez que realicé idéntico viaje. Segundo dato notable: me ofrecen un auto y un teléfono de contacto. Tercer dato notable: podía chequear desde el teléfono el GPS del vehículo mientras se acercaba a nosotros con una precisión asombrosa.
Mientras viajaba, arribé a algunas conclusiones preliminares de por qué el sistema es tan polémico. Básicamente, porque es extremadamente atractivo para el consumidor y una competencia brutal y difícil de enfrentar para los taxistas. Específicamente, para nuestros taxistas. El atractivo no es una cuestión snob: estando en la segunda mitad de la segunda década del siglo XXI, que se pueda utilizar un transporte sin disponer de dinero, siquiera de una tarjeta en un bolsillo, suena a ciencia ficción para el argentino promedio, cuando recién en este 2016 son contados los taxis que cuentan con sistema posnet para el pago con tarjetas, algo que existe hace décadas en otros países del mundo.
En la otra campana de la polémica, los taxistas tienen varias razones válidas para quejarse, de las cuales una en particular es la más fuerte: el sistema Uber es ilegal y viola varias disposiciones de la normativa argentina para el transporte de pasajeros, como los registros de conducir clase profesional, el seguro especial para personas a bordo, entre otras. Incluso Juan José Méndez, ministro de Transporte de la Ciudad de Buenos Aires, afirmó que la empresa es ilegal y la Justicia de la Ciudad ordenó la inmediata suspensión de las actividades de Uber, algo que no cayó bien entre los usuarios que se hicieron adictos tras los primeros viajes.
El problema es que Uber no es un servicio de transporte de pasajeros, no del modo que lo conocemos, y está más cerca de funcionar como red social de citas que cualquier otra cosa. O sea: un fulano quiere ir de un punto A al punto B. Otro fulano está dispuesto a llevarlo. Uber se encargar de ponerlos en contacto a cambio de una comisión del 25% del total del viaje.
La presentación que efectuaron los taxistas ante la Justicia porteña tuvo como resultado que la misma suspendiera de manera preventiva toda actividad de la aplicación hasta que se dicte sentencia definitiva, la cual estará recién después de que el Gobierno de la Ciudad informe si Uber se inscribió como empresa prestadora de transporte, si está habilitada, y otras disposiciones que demuestran que, o la Justicia atrasa en su cosmovisión de la actualidad tecnológica, o piensa ajustar el derecho a una de las dos interpretaciones posibles: que no es un contrato entre dos privados sino una empresa de transporte, del mismo modo que Mercado Libre sería el hipermercado más grande de América latina.
En lo particular, habría que remarcar que la queja de los taxistas está mal encarada, si pretenden hacerla de buena fe: no tienen que exigir más regulaciones a Uber, sino pedirle al Estado que desregule un poquito la actividad de los taxis. Aproximadamente unas 100 mandatarias poseen el 25% del total de las cerca de 38 mil licencias de taxis de la ciudad de Buenos Aires, indica el diario Perfil. Del resto, buena parte está en manos de individuos que tienen un promedio de tres licencias. Algunos manejan una de ellas, otros ni siquiera. Entonces, podría decirse que el problema pasa por una cuestión monetaria que apunta a conservar el monopolio de un sistema que ya poseen y que no perderían nunca, ya que Uber no es un servicio público de pasajeros.
Ante la acusación solidaria y nacionalista de que Uber se lleva la plata del país sin hacer nada –en referencia al 25% de los viajes que se gira a la casa matriz– cabría preguntarse qué esperaban de una multinacional. La visión de la película entera dirá que el 75% restante entra en circulación en el mercado interno, ya que la persona que cobra esa tarifa –probablemente desocupado o agobiado por las deudas, nadie sale a trabajar en horarios extremos si no tiene necesidad– automáticamente la volcará al mercado interno y el Estado recaudará a través de la vía más sencilla que siempre lo ha hecho, que no es otra cosa que el IVA en cada producto que compre el conductor.
Por el otro lado, estoy seguro que nadie en el Estado controla qué hacen los dueños de los taxis con el dinero que facturan de modo informal al cobrar alrededor de mil pesos el alquiler diario, violentando la tradicional norma que dicta que la ganancia del taxímetro se reparte proporcionalmente. ¿La gasta? ¿Compra dólares? ¿La gira a Panamá? ¿La guarda bajo el colchón?
También pareciera que nadie dimensiona el impacto económico de la guerra contra Uber. Luego de pregonar la vuelta al mundo, prohibimos a una empresa que trae una solución laboral alternativa a 35 mil personas en sólo quince días, y terminamos allanándolos, persiguiéndolos, y clausurándolos. Indirectamente, Uber también contribuye a la reactivación económica de la mano del gasto en combustibles, la venta de automóviles –no más de siete años de antigüedad–, el funcionamiento de los talleres mecánicos, electricistas, gomerías, lubricentros, casas de repuestos, etcétera.
Factor cultural. Cuando desde las autoridades baja el mensaje de que el taxista es parte fundamental de nuestra cultura, se revientan varias realidades históricas tanto universales como vernáculas. Nadie se imagina utilizar el telégrafo en 2016, ni comunicarse mediante palomas mensajeras, viajar a caballo, iluminarse con velas, ni calefaccionarse con leña en una gran urbe. En un aspecto más local, el taxista es parte de la cultura del mismo modo que lo fue el aguatero cuando no contábamos con red de agua corriente, a quien todavía se recuerda en los actos escolares. Incluso más cerca en el tiempo, fueron los propios taxistas los que, en tiempos de crisis económica, decidieron modificar el sistema de viaje y subir a varios pasajeros que se dirigieran más o menos hacia el mismo destino, a quienes se les cobraba mucho más barato por el sólo hecho de compartir el viaje. Sí, el colectivo porteño surgió de la cabeza de los taxis de antaño.
La realidad de los taxis demuestra la firme voluntad de no querer competir en una economía de mercado sin hacer trampa. Le escapan a cualquier avance tecnológico que implique una mejora en la comodidad y seguridad del pasajero –salvo la buena voluntad del dueño del vehículo–, aumentan las tarifas dos veces al año sin importar de cuánto fue la inflación, ni cuánto aumentaron los salarios; y aplican diferencia de costo en el horario nocturno aprovechándose de la preocupación por la inseguridad. El usuario es cautivo de una suerte de monopolio en el transporte puerta a puerta y podrían beneficiarse si la competencia obligara a los taxis a mejorar sus servicios para no perder. Sin ir más lejos, en Londres Uber no es competencia para ningún taxi, ya que allí todavía funcionan como un servicio realmente diferencial, con mayores comodidades que los autos particulares.
Es un misterio cuál es la suerte que correrá Uber en Argentina, aunque la próxima llegada de otros servicios similares como Cabify, parecen marcar que el conflicto llegó para quedarse si es que los taxistas no encuentran una vuelta de tuerca para solucionar el problema que es de ellos, no de los usuarios. Y que las autoridades también deberían entender lo mismo, ya que el monopolio de la represión de ilícitos en una sociedad organizada pertenece al Estado. Y aplicando la misma lógica que dice que es ilegal que un ciudadano no autorizado por el Estado transporte a otro individuo, tampoco es legal que taxistas priven de la libertad de circulación a otros civiles ante la mirada pasiva de las autoridades que, lejos de intervenir para normalizar el estado de derecho, actúan con temor y secuestran los vehículos detenidos por sujetos sin autorización para hacerlo.
Los usuarios, mientras tanto, vemos cómo el Estado no sólo carga contra nosotros al impedirnos elegir, sino que siquiera puede explicar por qué los taxistas siguen cortando las calles, atentando contra sus propios empleos al no brindar servicios de transporte de pasajeros, esos que temen que Uber les quite pero que no se preocupan en cuidar.
Por último, una pregunta que nadie responde: ¿Qué pasa si dejo cien pesos a un amigo que me alcanzó a casa? ¿Le secuestran el auto?