BUENOS AIRES (Redacción) – Lo que hoy pasa la Argentina es motivo de celebración, pero del otro lado del Atlántico la fiesta no es tan feliz que digamos. España pasó por lo mismo: un gobierno que ante la inmensa nueva cantidad de jóvenes españoles sin empleo, comenzó una rápida campaña para hacerlos emprender y camuflar la crisis laboral. De este lado, hay quienes creen que en Argentina se correrá la misma suerte. Así lo reflejan los duros testimonios que recoge el diario de ese país, El Confidencial.
Cuando llegó la crisis, en España empezó a instaurarse la filosofía del discurso emprendedor, que en los últimos años nos ha traído un vaivén de altas y bajas en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos, con reconocidas frases en todos los medios como ‘Si quieres, puedes’, ‘Sal de tu zona de confort’, ‘Persigue tus sueños’ o ‘El único fracaso es no intentarlo’. Nada que reprochar, pero detrás, comenzaban nuevas historias.
Hoy, los emprendedores que triunfan cuentan los ingredientes de su éxito allá donde van, pero los que fracasan suelen guardar silencio. Pero los testimonios que saca a luz el diario El Confidencial pone de manifiesto cómo muchos españoles, literalmente, cayeron en el peor de los abismos.
Fracaso, fracaso y fracaso
Uno de ellos es un joven que prefirió mantenerse anónimo por el motivo que conoceremos al final de esta historia, ya que se trata de un ex periodista de Albacete de 44 años que en su momento trabajó en dos gabinetes de prensa y en una agencia de comunicación. Su aventura emprendedora comenzó en febrero de 2012, cuando la agencia en la que trabajaba cerró y dos de los clientes le pidieron seguir llevándoles la comunicación ‘online’ por algo más de 1.000 euros mensuales, con lo que no necesitaba inversión inicial. Dicho y hecho: se dio de alta como autónomo y empezó a trabajar para ellos.
Tardó poco en aumentar el volumen de clientes: «A finales de 2012, ya facturaba lo suficiente y monté la empresa». Apenas un año después, a finales de 2013, Antonio tenía 12 clientes y cuatro empleados en su firma, que era rentable y no tenía un euro de deuda. Pero un cliente ‘distraído’ encendió la mecha: «A mediados de 2013 nos hizo un encargo de más de 200.000 euros, hasta teníamos que contratar a tres personas nuevas. Yo tenía muchas dudas, así que firmamos un contrato con un calendario de pagos y los intereses en caso de que se retrasasen». Pero todo salió mal: «Era un proyecto de un año, y a los nueve meses nos dijeron que se cancelaba todo y cerraban la empresa, y solo nos habían pagado 36.000 euros». De la noche a la mañana, entre los encargos sin pagar, las nóminas y los despidos que tenía que afrontar, Antonio se encontró con una deuda cercana a los 250.000 euros.
Fue entonces cuando todo se vino abajo: «Era una deuda inasumible, me pongo nervioso solo de recordarlo. Pedí dinero a varios familiares para despedir a toda la plantilla y poder pagar sus indemnizaciones. Ese fue el comienzo del infierno: «No solo tenía que seguir con mi trabajo, sino aumentar la facturación para poder pagar deudas. Debía dinero al banco, a Hacienda, a algunos exempleados y a un par de proveedores pequeños a los que no podía dejar con el pufo. Tenía un sueldo normal, 1.600 euros mensuales, pero me lo quité para ir pagando. Con 41 años recién cumplidos, puse en venta el piso con el que estaba hipotecado, me fui a casa de mis padres y empecé a trabajar 16 o 17 horas diarias».
«Lo peor no era la carga del trabajo», asegura, «sino la ansiedad. Raro era el día que conseguía dormir más de tres o cuatro horas; estaba agotado, pero con una ansiedad que no le deseo ni a mi mayor enemigo. Era imposible estar bien emocionalmente, pero tenía que trabajar y salir a vender. Recuerdo haber ido a reuniones habiendo dormido una o dos horas, era insoportable».
En 2015, Antonio sufrió el mayor palo de todos: «Le dije sinceramente al banco que no podía pagar mi hipoteca. Desde mediados de 2014 no había podido pagar ni un solo mes y con la deuda empresarial que tenía no veía forma de poder hacerlo. El banco me apretó y yo estaba hecho polvo, así que casi no puse ni resistencia. En mayo me habían quitado el departamento». Antonio siguió trabajando y sufrió hasta dos embargos de su cuenta bancaria por parte de Hacienda. Empezó a trabajar de camarero los fines de semana y a finales de 2016 se trasladó a Madrid para trabajar de recepcionista en un hotel: «Para que mis jefes no se enterasen del embargo de Hacienda, volví a pedir dinero para pagar esa deuda. Ahora vivo en un piso compartido, trabajo ocho horas en el hotel y en cuanto puedo sigo haciendo encargos para clientes. Tengo 44 años, tú me dirás si esto es vida. Yo soñaba con formar una familia, pero ya me puedo ir olvidando».
A día de hoy, Antonio sigue trabajando entre 16 y 17 horas diarias. En su computadora tiene la misma hoja de Excel con las deudas que aún mantiene y las que, por suerte, va liquidando: «Todavía debo algo menos de 100.000 euros. Si todo va bien, me los habré quitado de encima a finales de 2019 o principios de 2020».
Once años de deuda
En 2001, el emprendedor Javier Echaleku abandonó su trabajo en Inditex y montó por su cuenta una empresa de diseño y producción de calzado. Al principio no le fue mal, detalla el diario español: «En esos años, llegamos a facturar más de cuatro millones de euros, pero a los cuatro años nos pegamos un trompazo de tres pares de narices». Tras la quiebra técnica, «cada socio asumió una parte de deuda, la mía era de seis cifras».
Javier tenía dos opciones: «O intentaba afrontar la deuda personal o abandonaba, que era lo que muchos me recomendaban. Abandonar implicaba cerrar la empresa, declararme insolvente, dejar de existir para los bancos y asumir que nunca más tendría nada en propiedad. Algunos incluso me recomendaban irme del país, ya que en cuanto tuviese trabajo me embargarían la nómina». Optó por lo primero: durante (demasiados) años, diseñó una hoja de Excel con todas las deudas. Se buscó un trabajo por cuenta ajena, se sumergió en la austeridad más absoluta y, muy poco a poco, empezó a ir tachando deudas a medida que las iba liquidando.
Pero la cosa tenía que acelerar: «Con un sueldo no podría asumir todos los pagos, necesitaba más dinero», así que en 2008 montó Kuombo, la empresa que nueve años después les da de comer a él y a sus cerca de 15 empleados. «No ha sido un camino fácil», reconoce. «Hemos estado a punto de cerrar tres veces. Hay veces que te planteas tirar todo por la borda y abandonar». El infierno de Javier acabó el pasado 30 de marzo: «Ese día pagué el último recibo del último préstamo del último banco. Ahora sí: ya soy totalmente libre». La recomposición le ha llevado nada menos que 11 años.
Emprender, a la fuerza o a la fuerza
Ante esto, muchos en España ven el nuevo auge en Argentina: ¿nos hemos pasado con el discurso emprendedor? ¿Hemos pecado de optimismo? ¿Hemos lanzado a muchos jóvenes a emprender sin ofrecerles la otra cara de la moneda? ¿Hay una necesidad imperiosa de que muchos desocupados no sean más una estadística del Indec y comiencen a emprender?
Antonio lo tiene claro: «Hay jóvenes que trabajan como precarios, que están sin empleo o que incluso no han trabajado en su vida. Los políticos no quieren verlos en las listas del desempleo, así que los han lanzado a emprender de manera suicida. Y si les va mal, no pasa nada: cuando ellos se den de baja como autónomos, otros se darán de alta».
La comparación es inevitable. El relato emprendedor fue forzado e incompleto en España porque contó sólo una cara de la moneda. En Argentina se está cursando el mismo camino.