ISRAEL (Por Eugenia Iglesias, Apertura) – “En Israel todo el mundo es CEO”. La frase, que se escucha en un bar de Jerusalén, puede sonar exagerada, pero tiene un poco de cierto. En un país con 8,5 millones de habitantes hay 5000 startups registradas. Pero aquí no solo es CEO quien funda una empresa, sino que esa actitud emprendedora y perseverante que requiere abrir un negocio se replica en cada una de las casas.
Hoy Israel es conocida por ser referente en tecnología de punta, sede de innovación para grandes multinacionales y uno de los mejores países para emprender. Sin embargo, no siempre fue así. Hubo una serie de factores que permitieron a esta joven nación, rodeada de conflictos y con un territorio desértico similar al tamaño de la provincia de Tucumán (20.770 kilómetros cuadrados), convertirse en el Sillicon Valley de Oriente Medio.
Una personalidad que empuja
Los israelíes no forman filas. Cuando se abre la puerta de un ascensor, no esperan a que baje quien esté dentro, sino que suben sin pedir permiso. No tienen miedo de hacer preguntas incómodas ni de cuestionar a cualquier persona cualquiera sea su cargo. En Israel tienen una palabra para definir esa actitud: chutzpah. Viene del yidis y no tiene una traducción precisa, pero significa insolencia, descaro, frescura, coraje, atrevimiento y arrogancia. Y aunque en muchos países podría resultar una falta de respeto, allí es visto como una cualidad indispensable. “Se ve en la manera en que los estudiantes se dirigen a sus profesores, en cómo los empleados desafían a sus jefes o los sargentos cuestionan a sus generales ”, explican Dan Senor y Saul Singer en el best seller “Start-up Nation”.
Tal vez sea la herencia judía o el hecho de haber crecido entre disputas, pero lo cierto es que los israelíes son criados para hacerse oír y esto se condice con la forma en que hacen negocios y crean compañías. “El seteo mental israelí es ideal para los emprendedores. Incluso los trabajadores más junior siempre van a sentirse libres para hablar de sus ideas con sus managers y decirles lo que piensan”, explica Ran Natanzon, head de Innovación y Marca País del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. Ya lo dijo el propio expresidente Shimon Peres: “La esencia de los israelíes es estar insatisfechos”.
En esta cultura, fracaso no es una mala palabra. “Relaciono la creación de startups con la toma de riesgos. Eso en muchos países lo evitan. Aquí no diría que lo amamos, pero lo aceptamos, porque vivimos en un país con riesgos existenciales. Cuando comparás ese riesgo con el de empezar una compañía, ¿qué es lo peor que puede pasar?”, se pregunta Jon Medved, fundador del fondo OurCrowd.
La diversidad de orígenes cruza también la idiosincrasia israelí. En la Tierra Santa de las tres grandes religiones monoteístas conviven personas de orígenes muy disimiles: cada israelí tiene su propia historia. “Mi padre viene de Rumanía y mi madre de Inglaterra. El padre de mi esposa vino de Yemen y su madre de Uzbekistán. Cuando muchas culturas se unen, crean nuevas ideas. Y eso se ve desde la comida hasta en las empresas”, ejemplifica Natanzon.
Que no falte iniciativa
En 1992, el gobierno israelí dio un paso fundamental hacia la consagración del país como nación emprendedora. Con la creación del programa Yozma (que, traducido del hebreo, significa iniciativa), se propuso la creación de un esquema de fondos de capital público-privado que apostaba por aquellas startups a las que, en ese momento, les era muy difícil acceder al capital de riesgo.
Pero, un año antes, ya habían tenido otra propuesta. Con la desintegración de la Unión Soviética, el país recibió a un millón de judíos soviéticos con una particularidad. Uno de cada tres inmigrantes que llegaban era ingeniero, científico o técnico. En respuesta a esta demanda de empleo, se crearon 24 incubadoras tecnológicas que dieron apoyo a empresas en su fase inicial a través de capital, instalaciones y apoyo gerencial.
Fue, luego, el lanzamiento de Yozma lo que, según Senor y Singer, encendió la chispa que prendió todo: “La idea era que el Gobierno invirtiera US$ 100 millones en 10 fondos de capital de riesgo. Cada fondo tendría tres representantes: un capitalista de riesgo israelí en período de formación, una sociedad extranjera de capital de riesgo y un banco de inversión o compañía inversora de Israel”.
Yozma invirtió inicialmente en 200 startups gracias a este sistema que proponía un aporte del 40 por ciento del capital por parte del Estado y daba la posibilidad a los privados de comprar la otra parte a un precio muy accesible pasados los primeros cinco años. Esa iniciativa generó un efecto en cadena que atrajo a inversores de todo el mundo a quienes convencieron no solo de que era posible invertir en Israel, sino de que era un gran negocio. En ese entonces, los dólares recaudados por empresas de tecnología no superaban los US$ 60 millones. Veinticinco años después, el centro de investigación IVC, con base en Tel Aviv, informó que el total de dinero recaudado en 2017 fue de US$ 5242 millones en 620 transacciones. Tanto significó este crecimiento que hoy Israel es el segundo país, sin contar a los Estados Unidos, en cantidad de empresas que cotizan en el Nasdaq: se ubica atrás de China con 75 compañías.
Sobre el origen de la innovación israelí, Natanzon dice que sus habitantes tomaron como punto de partida sus limitaciones: “Yo lo llamo pensar ‘dentro de la caja’. Porque cuando el Estado de Israel fue establecido, en 1948, no había suficiente tierra ni agua. Había que resolver estos problemas con nuevas soluciones. Había un mercado limitado y muchas startups empezaron a pensar en cómo crear productos que fueran relevantes para el mercado global”. Y el país recorrió un largo camino en materia de innovación. Hoy, el 4,3 por ciento del PBI está destinado a investigación y desarrollo, sin contar el presupuesto destinado a defensa. Está primero en un ranking que elabora OCDE, superando a los Estados Unidos, Japón, Finlandia y más naciones pioneras en innovación.
Pero en la receta del éxito no hay un solo ingrediente protagonista, sino que existe un ecosistema sólido en el que cada parte cumple su rol. La red está integrada por el gobierno, la academia, las multinacionales, el ejército y los inversores, y todos colaboran a crear las condiciones adecuadas para el nacimiento y potenciamiento de empresas. “No hay ninguna bala de plata”, dice Amira Appelbaum, chairman de la Israel Innovation Authority, sobre este ecosistema. Habla de “vivir fuera de la caja”: “Siempre cuento mi historia personal. Yo nací y crecí en un kibutz. Eso te entrena el cerebro para pensar todo el tiempo en una forma muy innovadora. Luego, cuando vas al servicio militar y sabés que tenés que ser el mejor, entonces seguís pensando fuera de la caja. Porque ahí nunca hay un camino imposible”.
Un ecosistema que lo permita
Ofer Ben-Noon conoció a Oron Lavi y Yaron Galula cuando estaban en la unidad 8200 del ejército. Los tres compartieron la formación de este grupo de élite de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) que se especializa en seguridad informática. Ben-Noon y sus amigos fundaron Argus, en 2013. La startup dedicada a ofrecer soluciones de ciberseguridad para el sector automotriz fue adquirida por la empresa alemana Continental AG por US$ 400 millones en noviembre de 2017. “Haber sido entrenados en las IDF nos permitió desarrollarnos en tecnología y también aprender herramientas de management y liderazgo que nos facilitó empezar con Argus”, admite Ben-Noon.
En Israel, el servicio militar es obligatorio tanto para hombres (durante tres años) como para mujeres (dos años). Cuando terminan la secundaria y antes de entrar a la universidad, reciben esta formación que los entendidos señalan como una característica que los hace únicos para luego manejar empresas. En las entrevistas de trabajo, los headhunters no se interesan tanto por la experiencia académica o profesional, sino que preguntan en qué unidad sirvieron. Cuando terminan el colegio, los jóvenes, en lugar de preparar un examen de ingreso a una carrera, se esfuerzan por entrar en alguna de las mejores unidades. “Es parte del crecimiento”, explica Natanzon. “Cuando terminás el ejército, tenés 21 años y lo más probable es que hayas tenido personas a cargo, aprendido a trabajar en equipo, a cumplir misiones y creado una red muy fuerte con tus colegas. Esa experiencia influye en tu trabajo posterior”, agrega.
La experiencia del servicio militar se diferencia de la idea tradicional de cumplir órdenes. La chutzpah también está presente. Todo se orienta a la conquista de objetivos más que a la obediencia al cargo. “El ejército no es sobre la disciplina. Los israelíes no saben marchar. Los soldados llaman a sus oficiales por su nombre. Es muy informal”, describe Medved.
“Está la cultura judía que es muy echada para adelante, pero yo creo que también el ejército es un factor muy importante. Se les ponen muchas responsabilidades. Hay niños que pueden tener 100 personas bajo su mando y, para cuando salen al mercado laboral, ya son muy maduros. Eso impacta en su capacidad de montar equipos que ejecutan bien”, dice Gonzalo Martínez de Azagra, un inversor español con años de experiencia trabajando con startups en Israel. Junto con su equipo, lleva invertidos más de US$ 120 millones en el país. Ahora, formó un nuevo fondo, Cardumen Capital, con el que levantó US$ 5 millones y espera llegar a un mínimo de US$ 50 millones; planea invertir en entre 10 y 15 startups israelíes en los próximos dos años.
Los inversores eligen el país por su talento y capacidad de trabajo. “Yo vine porque Israel es número uno mundial en inversión per cápita y no hay un ecosistema como este excepto en Silicon Valley. Además, tiene la ventaja de que al ser más pequeño que este se puede llegar a un impacto mayor en menos tiempo. Como fondo nuevo, quisimos establecernos en un sitio donde pudiésemos competir”.
El talento como principal atractivo
Las multinacionales también eligen ir, pero con la particularidad de que montan en el país sus centros de desarrollo por el alto grado de capacitación que encuentran. Appelbaum asegura que el 46 por ciento de sus inversiones en I+D provienen del extranjero. Intel e IBM fueron pioneras cuando montaron sus centros de desarrollo en la década de 1970. Hoy son más de 300, según la Israel Innovation Authority. Su chairman explica que los eligen por una conjunción entre el talento de sus habitantes y una serie de beneficios impositivos que ofrece el Estado. Desde SAP y HP hasta Google, Amazon o Apple, la industria de high-tech supo expandir su huella. El 8,3 por ciento de los empleados vienen de este sector, representa el 12 por ciento del PBI y genera el 43 por ciento de las exportaciones.
Martínez de Azagra llegó a Israel de la mano de Samsung Ventures, cuando encabezó el brazo inversor de la tecnológica. Sobre la presencia de multinacionales en el país, encuentra la razón en la red y asegura que vienen con un objetivo claro: “Una vez que viene una empieza el efecto dominó que atrae al resto. Suele pasar que compran empresas locales para instalar sus centros de I+D aquí. Y vienen a buscar talento. Este es un país de innovación, no de mercado. Aquí es innovación tecnológica pura y dura”.
La OCDE define a Israel como uno de los países con la población más educada. “Con el 47 por ciento de las personas entre 25 y 34 años con un título terciario en 2016, Israel está por encima de los promedios de la OCDE”, mostraron en el informe “Education at a Glance”. La academia también contribuye en la formación de los emprendedores israelíes, y destaca a sus ingenieros y científicos.
Natanzon asegura que los esfuerzos están puestos para que las investigaciones que se dan en las academias puedan tener, luego, una aplicación práctica que se transforme en un negocio. El caso más significativo es el de Mobileye, una compañía que desarrolla tecnología avanzada de detección y procesamiento de imágenes para la industria automotriz. Fue pensada por el profesor Amnon Shashua de la Universidad Hebrea de Jerusalén y el año pasado fue adquirida por Intel en US$ 15.000 millones. “Hay un ciclo interesante en donde un ingeniero u otro profesional entra en una multinacional. Luego de un tiempo tiene una nueva idea, renuncia y crea una startup que puede dar servicios a una compañía a la que luego se la vende”, sostiene Natanzon. Solo el año pasado, el país registró un total de US$ 24.000 millones en exits, según la Israel Innovation Authority.
El país registra en promedio 14.000 nuevas startups por año y ve cerrar unas 800 en el mismo período. Para una cultura que no teme al fracaso, estos números no son una amenaza, todo lo contrario, tiene datos suficientes como para animarse. Hasta el momento supieron surfear la ola emprendedora y aprovechar la revolución digital. “En Europa y América latina estamos 10 años por detrás de ellos”, advierte Martínez de Azagra. Sin embargo, la “startup nation” sabe que los gobiernos del mundo están apostando por los mismos modelos, por lo que no es momento de dormir en los laureles. ¿Cómo montarán la próxima ola y qué le deparará a la nueva generación de startups israelíes? El tiempo lo dirá, pero cuentan con suficiente chutzpah como para domarla.